Suelo confundir lo urgente con lo importante. Me ocurre a diario. Como a la mayoría de los que sobrevivimos en este corsé existencial de leyes y plazos. Cada uno de mis días se compone de gestiones estúpidas y prorrogables, en lugar de recordar permanentemente que quiero a quien quiero. Cuando el amor se convierte en contexto se olvida. Se hace invisible por obvio. Y muere a dentelladas como un perro con rabia. O de fragilidad, como una mariposa en un vaso de agua. Lo urgente no tiene por qué ser importante. Pero lo importante siempre es urgente.
Por supuesto que es urgente e importante adoptar medidas paliativas para los millones de personas que mueren de hambre y sed. Por supuesto que es urgente e importante que los que gobiernan a la luz y en la sombra reduzcan drásticamente las emisiones contaminantes a la atmósfera. Pero son más los habitantes mundiales que toman por importante y urgente no perderse el clásico del fútbol español. Dos horas fútiles que moverán información y dinero como para curar los males anteriores. El otro día se aprobó en el Congreso un reconocimiento simbólico a la injusticia cometida con la expulsión de los moriscos hispanos. Para muchos de los que no se perderán el partido, se trata de una gilipollez. Y tienen su razón porque la ignorancia es ciega. Gritarán en el bar. Tomarán cervezas y tapas. Se persignarán o cruzarán los dedos. Corearán olés al juego de su equipo… Todas huellas moriscas de resiliencia que habitan clandestinamente en sus almas. Invisibles por obvias. La historiografía oficial decidió extirparlas de nuestra memoria colectiva. Intentó lobotomizar de las conciencias nuestro pasado intercultural. Fracasó.
Los moriscos no son ellos: somos nosotros. Ahí radica la cepa del mal. La identidad nacionalista española se construyó artificialmente sobre la negación del otro. Y para conseguirlo impuso dos condiciones que se han incrustado en nuestro cerebro como la nicotina: la limpieza de sangre y el catolicismo. Los moriscos eran hispanos. Católicos en su inmensa mayoría. Conversos o hijos de conversos. Pero descendientes de musulmanes que nacieron y murieron aquí. Tan hispanos como ellos. Como tú y como yo. La “mancha” islámica en su ADN los convertía en extranjeros para la Iglesia-Estado. Aunque muchos se fueron, otros tantos se quedaron. Resistieron. Exagerando su catolicismo. O encubriendo lo prohibido para evitar la persecución inquisitorial. Hasta olvidar el porqué. Sin embargo, a pesar de los siglos de asimilismo y amnesia, las culturas no mueren de un día para otro. Y la hispano-andaluza se compone de cientos de ellas. Este justo reconocimiento recompone una parte de nuestro pasado imprescindible para entender nuestro presente. Era importante. Y, en consecuencia, urgente. Pero insuficiente. Porque no los equipara en derechos a los hijos de nuestras colonias (como hacen franceses e ingleses), ni con los sefardíes con los que la nación morisco-andalusí comparte identidad de razón. Invisible por obvia. Afortunadamente, viva.
Artículo publicado en El Día de Córdoba
Yo tambien soy morisco…
¿Y lo dignos que se ponen para rechazar cualquier reconocimiento o disculpa histórica por la cosa del islamismo? Ya se han olvidado de las disculpas públicas ofrecidas por este país, España, por la expulsión de los judíos en 1492.
Aunque, oportunista como siempre, el PSOE ha hecho un desgraciado favor a la labor que se llevaba desde hace tiempo en ente sentido.
En fin.