Artículo de Florent Marcellesi.
El debate ha sido duro y polémico, a veces demagógico, pero ya está: Francia se ha dotado de una “tasa carbono”. Entra en el círculo reducido de países que cuentan con esta herramienta de la fiscalidad ambiental, como Suecia, Dinamarca, Reino Unido o Suiza. Pero muchos se preguntarán: ¿qué es una tasa carbono? ¿Se trata de una medida necesaria para hacer frente a los retos ecológicos o de un nuevo impuesto para llenar los presupuestos vacíos del Estado? ¿Quid en España?
En pocas palabras, la tasa carbono es una tasa ambiental que se aplica generalmente al dióxido de carbono —aunque lógicamente se tendría que aplicar el mismo mecanismo a todos los gases de efecto invernadero—, para limitar las emisiones con el fin de luchar contra el calentamiento global. La tasa se repercute en los productos finales, cuyo precio aumenta proporcionalmente a las emisiones generadas durante el ciclo de producción. De esta manera, se pretende disuadir el consumo de productos que más emisiones contaminantes provocan y favorecer a los productos que menos gases de efecto invernadero emiten. Además, a través de un incremento progresivo y planificado de la tasa en el tiempo, se enviaría una señal a los mercados para guiar las inversiones en el largo plazo.
En Francia, mientras que el informe de expertos recomendaba un importe inicial de al menos 32 euros por tonelada de C02 emitida, el gobierno ha propuesto finalmente una tasa de 17 euros/t C02, que tendría que llegar a los 100 euros/t C02 en 2030. Este importe significa, por ejemplo, un encarecimiento de 4 céntimos de euro por litro de gasóleo, de 4,5 céntimos para la gasolina o una subida media del 8% en la factura de calefacción de fuel.
Tras esta decisión del gobierno francés, unos verán el vaso medio lleno y otros el vaso medio vacío. Sin duda, el ecologista Nicolas Hulot tiene razón al recordar que se trata de un primer paso de peso por su carga simbólica, pero como indican Los Verdes franceses o France Nature Environnement —la asociación medioambientalista más numerosa de Francia— el nivel inicial de esta tasa sería insuficiente para enviar una señal fuerte y disuasiva que permita reorientar los modos de consumo y de producción. Como comparación, en Suecia el importe de la tasa es —10 años después de su puesta en marcha— de 108 euros/t CO2 con una clara tendencia a la reducción de sus emisiones de C02 y de su dependencia energética hacia el exterior. Por otro lado, al coincidir con un proyecto de supresión de la llamada “tasa profesional”—uno de los principales impuestos sobre los beneficios de las empresas en Francia—, esta tasa carbono gala corre el riesgo de transformarse en un nuevo impuesto orientado a compensar la reducción del presupuesto estatal a través de una transferencia del peso impositivo de las empresas hacia los hogares, lo cual no garantiza ni de lejos los criterios de equidad y redistribución social.
Así, si queremos que sea útil a nivel ecológico y justa socialmente, la “tasa carbono” no puede servir de simple variable de ajuste del presupuesto del Estado. Al contrario, se tiene que convertir en una piedra angular de una verdadera revolución fiscal donde se efectúa una transferencia paulatina de la fiscalidad del trabajo hacia la fiscalidad ambiental. En otras palabras, se pretendería concentrar la fiscalidad en el uso de los recursos naturales limitados y en el capital, y aliviar la presión sobre el trabajo, en particular para los más desfavorecidos. Además, con los ingresos generados, se debería subvencionar las inversiones en ahorro energético, en transporte público y limpio o en un urbanismo sostenible. También, para tener en cuenta las diferencias de rentas y no penalizar a quienes, por ejemplo, no tienen otra manera de desplazarse que coger su coche para ir al trabajo o de calentarse que a través del fuel doméstico, se podría distribuir un “cheque verde” a las familias en concepto de bonos de transporte público, ayuda para el cambio de la calefacción, etc.
En España, donde mucho se está hablando en estos tiempos de crisis económica de modelo impositivo o de una ley de economía sostenible, sería importante que el gobierno estudiara los ejemplos cercanos y se decidiera, después de 5 años de legislatura, a dar un paso en este sentido. Es perfectamente imaginable aplicar una tasa carbono que grave todos los gases de efecto invernadero y también todas las formas de producir energía, como la electricidad (de hecho, sería preferible una apelación más genérica tipo “tasa clima-energía”). Esta tasa cobraría mayor sentido en una evolución más global del modelo impositivo, transfiriendo la fiscalidad del trabajo hacia la fiscalidad ambiental, siempre basada en una doble regla de eficiencia ecológica y justicia ambiental y social.
A pocos meses de la cumbre histórica de Copenhague donde se negociará el texto que sustituirá al protocolo de Kyoto después de 2012, es el momento de que España, peor alumno en cuanto a los compromisos de Kyoto, pase de las palabras a los hechos. Sin ser una solución milagro, la “tasa carbono”, o “tasa clima-energía”, sería un peldaño importante en la lucha contra el cambio climático.
Florent Marcellesi es coportavoz de Berdeak-Los Verdes (http://berdeak.org/) y de la Coordinadora Verde del proceso de Hondarribia, espacio de convergencia por la refundación del espacio verde en el Estado español (http://hondarribiaverde.org/)
En colaboración con Ecoticias.com