Hace años trabajé como socorrista acuático. Recuerdo los carteles clavados en los árboles con una lista interminable de prohibiciones ridículas. Por ejemplo, no se podían meter pelotas en la piscina pero sí flotadores con los que la gente se golpeaba igualmente. En verdad, lo prohibido era molestar al vecino no importa con qué. Pero su pésima formulación expandía su efecto represivo tanto al inocente con el objeto prohibido como al culpable con el objeto permitido. Les podría aburrir con cientos de situaciones grotescas en las que el socorrista terminaba en plan dictador o con el culo al aire. Sólo citaré dos: la prohibición de entrar y bañarse sin ropa de baño.
Una señora mayor se negó a quitarse el luto que la cubría del cuello a los pies. Con toda la razón y justicia, los porteros miraron hacia otro lado y la dejaron pasar. A los pocos minutos, un chico se negó a entrar sin camiseta. Tenía ginecomastia. Una enfermedad que inflama los pezones a los adolescentes cuestionando públicamente su incipiente virilidad. Los porteros le informaron que sólo entraría con el torso desnudo. Y el chico se tragó la vergüenza con los brazos cruzados en aspa y una toalla derramada por los hombros. Apenas cruzó la puerta se encontró con la señora de luto, regresó a la portería y exigió el mismo trato. Llamaron al cargo político que regía el servicio que resolvió la cuestión conminando a la señora que se desvistiera. Se fue, por supuesto. Y no volvió más. El chico se quedó con sus amigos. En ningún momento se quitó la toalla del pecho mientras estuvo fuera de la piscina.
Otro día entró una mujer gitana. Joven. Casada. Y vestida de pies a cabeza con una especie de camisón. Afortunadamente, la experiencia anterior sirvió para remover la conciencia y el corazón de algunos. Pero no a todos. La chica pasó vestida. Sin problema hasta que quiso bañarse con el camisón puesto. Un compañero socorrista se lo impidió. Confieso que sus lágrimas me conmovieron los cimientos del cuerpo. En el cambio de turno, la dejé. Y entonces un señor me acusó a voces de vulnerar las normas del recinto.
En Tarragona han prohibido pasear por la ciudad en ropa de baño. Sin embargo, en la playa se puede tomar el sol con un tanga minúsculo. El pudor público y la urbanidad mutan de la arena al asfalto a velocidad kafkiana. Para multar reglamentariamente, la policía tendrá que calibrar cuánta tela se necesita en la ciudad para ir vestido y en la playa para ir desnudo. En otros sitios prohíben el burka por las calles condenando a la mujer al burka de su casa. De la cárcel de tela a la cárcel de cemento. Yo no puedo estar a favor de una imposición así. Sea del marido o de David Delfín cuando hizo pasear a sus modelos vestidas de la misma forma. Jamás he visto un burka por aquí, ni en los muchos países “árabes” o «islámicos» en los que he estado. En cambio, sí me he cruzado en España con varias mujeres con niqab provenientes de Estados a los que occidente invita hipócritamente a las cumbres del G20 y a los ágapes de Marbella sin más remilgos feministas. Y me pregunto ¿qué pasará si a una monja se le ocurre cubrirse con una bufanda? ¿Y si las niñas del colegio que echaron a Nawja se visten de pastorcitas o de vírgenes por Navidad? ¿O si las niñas hacen la comunión en mantilla? Este debate no tiene tela que cortar porque lo único que se recortan son las libertades individuales. Es artificial en sus orígenes. Machista, racista y xenófobo. Nadie se pronuncia sobre las cabezas tapadas de los beduinos porque debajo del burka, además de una mujer, habita el nacionalismo españolista excluyente. Y repito, para no dejar ningún resquicio a la duda, que yo estoy en contra de burkas, niqabs y cualesquiera otros símbolos de opresión machista consciente o inconsciente. O de cualesquiera otras imposiciones estúpidas que amputen mi libertad individual cuando no daño a nadie. Empezando por entrar de una determinada manera a una piscina, sea con el torso semidesnudo o con gorro de baño. Y terminando por prohibir el nudismo cuando lo único cubierto son dos centímetros cuadrados de una muy concreta parte del cuerpo.
Fátima Mernisi se quita el pañuelo en Marruecos y se lo pone en París. Una vez le preguntaron por el dichoso trapo y contestó así al periodista: “Y en lugar de preocuparse por lo que tengo sobre la cabeza, ¿por qué no se interesa por lo que tengo dentro de ella?”