Antonio Muñoz Molina.El País.25/12/2010.
Si literatura es llamar a las cosas por su nombre y contar con palabras cómo es y cómo funciona una fracción significativa del mundo, una de las mejores piezas literarias sobre nuestro presente se publicó en The New York Times el 17 de diciembre: la crónica firmada por Suzanne Daley y Raphael Minder de un viaje a una urbanización fantasma en el pueblo de Yebes, a una hora en coche de Madrid. Yebes, cuentan, es un pequeño pueblo agrícola en un paisaje de colinas peladas, en el cual se terminó de construir hace tres años una urbanización de doscientos cincuenta adosados en la que ahora no vive casi nadie.
Las fotos muestran una perspectiva de casas idénticas con tejadillos pseudorrurales, con farolas alineadas, con líneas de tráfico sobre un pavimento por el que no circula ningún coche. Por el paisaje desértico se prolongan calles trazadas a lo largo de las cuales ya no se construirá ningún edificio. Yebes es una Comala hechizada no por los fantasmas de los muertos que la habitaron hace tiempo sino de los vivos que nunca llegaron a ocupar esas casas. Las pocas familias que ahora viven en algunas de ellas cierran de noche las puertas con cerrojos y alarmas y aseguran las ventanas por miedo a los merodeadores que vienen a robar en las viviendas vacías.
La ruina es una misteriosa fuerza destructiva que se ceba en una casa en la que no vive nadie. Agrieta muros, rompe cristales, revienta tuberías, abre camino a insidiosas goteras. Hay una ruina noble de lo que tarda siglos en degradarse y una ruina inmediata de lo apresurado y lo mal hecho, lo terminado de cualquier manera. Sobre ella caen desde que se hace de noche los ladrones que vienen para acelerarla, reventando puertas que luego golpearán en cuanto haya algo de viento, rompiendo cristales por los que se colará la lluvia. Arrancan las lavadoras empotradas en las cocinas con encimeras de falso mármol y los grifos de los cuartos de baño, despegan los conmutadores para saquear el cobre de las instalaciones eléctricas, como los saqueadores de una ciudad abandonada en la que ya no queda nadie que imponga la ley. Y mientras tanto los vecinos pertrechados en sus viviendas tan frágiles esperan a que se haga de día y oyen ladrar a los perros en la noche sin luces, como en otro cuento de Juan Rulfo.
El reportaje habla de otras urbanizaciones fantasma en un país que se rindió a la especulación y vio cómo se degradaban de un año para otro sus mejores paisajes naturales y lo poco que quedaba de la fisonomía de las ciudades y los pueblos. Uno se estremece cuando sale en tren de Madrid hacia el sur y ve por la ventanilla hileras de casitas idénticas construidas en medio de la nada, flamantes y ya dañadas por la intemperie, con malezas creciendo entre las losas rotas de las aceras. Uno ve surgir de pronto, en la llanura pelada, las moles de millares de viviendas vacías de Seseña, y piensa en el catálogo de ruinas que vamos a legar a las generaciones futuras, mausoleos tan inexplicables como esos templos o palacios de civilizaciones sin nombre que encuentran por azar los exploradores en la jungla. Quién planeó y construyó esos lugares delirantes, qué técnicos municipales dieron informes favorables, qué ejecutivos bancarios consideraron que era una inversión segura edificar tantas viviendas en parajes apartados de cualquier presencia humana.
Las personas fantasiosas e indolentes que nos dedicamos a oficios poco prácticos tendemos a mirar con un respeto atemorizado a cualquier experto en manejar números, a cualquiera que hable con aplomo sobre economía o al que veamos desenvolverse enérgicamente en el mundo real. Nos amedrentan, pero en el fondo los consideramos nuestros reality instructors, por usar una expresión muy querida a Saul Bellow. En estos años pasados que ahora vamos viendo como un extraño delirio del que no sabemos bien cómo despertar tuve ocasión de tratar brevemente a unos cuantos de ellos. En Nueva York un ejecutivo de Merrill Lynch que era responsable de los negocios con América Latina y España me invitó una vez a comer en uno de los pisos más altos del rascacielos donde estaba su sede. Después de un vestíbulo de muros de cristal y extensiones de mármoles en las que se perdían a lo lejos las figuras humanas fui conducido hasta el ascensor exclusivo de los altos cargos, una especie de cohete silencioso que tardaba unos segundos en llegar a las últimas plantas y dejaba el estómago revuelto y los oídos zumbando. Se abrieron las puertas y todo era quietud e inmensidad, alfombras, señoritas con tacones altos y trajes ceñidos de chaqueta, una vista que cortaba el aliento de la desembocadura del Hudson, Ellis Island, la estatua de la Libertad.
Yo me decía, con apocamiento español, comprobando nerviosamente en los espejos el nudo de mi corbata, mirando mis zapatos sin brillo y mucho más usados que los de cualquiera de aquellos financieros enigmáticos: «Esto es el mundo real. Esta gente se ha hecho dueña de él porque sabe manejarlo». Menos de dos años después aquel directivo que hablaba tan ponderadamente ahuecando la voz había desaparecido y Merrill Lynch había dejado de existir. Cada día uno tiene que acordarse de las palabras de Marx casi al principio del Manifiesto Comunista: «Todo lo que era sólido se desvanece en el aire». Nadie parecía más sólido, aunque de cerca fuera menudo y lleno de tics nerviosos, que aquel magnate de la construcción al que me presentó por entonces la directora de un museo, asegurándome que no nos costaría nada convencerlo para que nos patrocinara algunas exposiciones. Adelantaba mucho la mano cuando iba a estrecharla y la apretaba muy fuerte, pero apartaba enseguida los ojos, como urgido por el instinto de revisar a cada momento todo lo que sucedía a su alrededor. Me fijé en que decía mucho las palabras «temita» y «emblemático»: acababa de concluir un temita de chalets en Levante: «Mil chalets, con un beneficio mínimo, en limpio, de un millón de pesetas cada uno, mil millones»; aspiraba a construir algunos rascacielos emblemáticos: «Ya tenemos apalabrado el proyecto de un rascacielos emblemático en Nueva York», «Queremos construir rascacielos emblemáticos en Los Ángeles y en Shanghái». Me dijo que acababa de comprar un palacete emblemático en la Castellana, que sería la sede de su fundación cultural en Madrid; todo estaba pendiente de un temita de permisos municipales.
El valor en Bolsa de su constructora era de no sé cuántos miles de millones de euros: no mucho tiempo después reconocí en el periódico la cara de aquel magnate ilustrando la noticia de que la constructora había quebrado. A los que escribimos nos inquieta siempre la sospecha de que hay algo de espejismo o de falta de sustancia en un trabajo que consiste tan solo en tratar con seres más o menos imaginarios y en levantar edificios hechos solamente de palabras. Pero quizás sea esa dimensión quimérica del oficio la que puede ayudarnos a comprender o explicar este tiempo en el que ya no puede confiarse en la firmeza de nada, en el que todo lo que parecía sólido ha resultado ser mucho más fantasmal que nuestros mundos inventados