Concha Caballero.El País.16/06/2012.
Nos habían dicho, de mil maneras, que el radicalismo se curaba con la edad; que era una especie de enfermedad juvenil que prendía especialmente entre la gente de buen corazón. Nos decían que con los años, la experiencia y los golpes de la vida se amortiguaba la visión crítica de la realidad y que, a partir de los cuarenta, uno estaba dispuesto a negociar con la realidad y a dejarse vencer, cuando no a convencer.
Justo cuando estábamos a punto de cumplir las palabras de Neruda —“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”— o la profecía poética de José Emilio Pacheco — “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los 20 años”—, llegó la crisis, el derrumbe de las instituciones y volvieron a revelarse con crudeza las viejas verdades de la desigualdad, los costurones de la explotación, el muñeco pintado de la autosatisfacción.
Después de escuchar miles de veces que el mundo no puede pintarse en blanco o en negro y mientras hacíamos acopio de una gama de grises que matizasen nuestro discurso, llegó la crisis y pintó la realidad con un expresionista claroscuro, similar a la película Metrópolis, de Fritz Lang.
Cualquier crítica radical de los últimos veinte años palidece ante los titulares de la actualidad. Ni los individuos más extremistas de hace apenas unos años se habrían atrevido a afirmar que miles de cargos eclesiásticos cometían delitos de pederastia ante el silencio comprensivo de la jerarquía católica. Ni en las novelas de ficción más apocalípticas pudimos imaginar que un numeroso grupo de monjitas candorosas urdían toda una trama para robar los niños a las familias más pobres.
Nos dijeron que los jueces era un ejemplo de ecuanimidad, pero no sospechábamos que iban a castigar a los togados que luchaban contra el delito mientras que el Tribunal Supremo no apreciaría irregularidad alguna en que el presidente del Consejo General del Poder Judicial se gastara nuestro dinero en sus fines de semana caribeños, un invento perfecto para trabajar de martes a jueves y vivir como un marajá el resto de la semana.
Los análisis más revolucionarios sobre el sector financiero se han quedado patéticamente cortos a la vista del casino mafioso que han montado con nuestros ahorros y nuestras deudas. A los que escribieron sobre la usura se les nota que no conocieron su versión más sofisticada: la prima de riesgo. Ya no es Carlos Marx, sino una amplia mayoría social, quien considera que una buena parte de los banqueros deberían estar sentados en el banquillo de los acusados. Ya nadie duda de que los delincuentes pobres van a la cárcel y los poderosos a los puertos francos del contrabando internacional llamados paraísos fiscales. Está a punto de cumplirse la profecía de Thomas Jefferson cuando advertía: “Las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate”.
Cuando estábamos a punto de aceptar que el capitalismo había encontrado mecanismos para amortiguar las diferencias sociales, la brecha de la desigualdad se agranda por momentos en una mezcla explosiva de consumo de lujo y pobreza galopante cuyos vientos barren cualquier atisbo de conformismo social. La realidad se empeña tozudamente en ser maniquea: a un lado los corruptos, los aprovechados, los especuladores, los poderosos; al otro los que viven de su trabajo y de su esfuerzo. No es fácil levantarse por las mañanas y descubrir en los primeros titulares de la radio que una mano invisible ha pintado todo de negro, como en la canción de los Rolling Stones.
Por eso, con los años y la experiencia, muchos nos estamos volviendo más radicales. Y ojalá no fuera así. Ojalá la realidad nos permitiera pintar la vida en vivos colores y no ser tan dolorosamente conscientes del sufrimiento ajeno. Y no me refiero a un radicalismo verbal ni gestual, a la torpe exhibición de camisetas o de enseñas. No tenemos el puño en alto sino el corazón en un puño ante los nuevos tiempos. Y esa flor extraña de impotencia, de radicalismo profundo y reflexivo, pugna por hacerse ramillete, prometedor fruto, que no desesperanza