Por Rafael García Maldonado
(Publicado en el Diario Sur)
Por estas fechas es inevitable que nos acordemos, horrorizados, de Tordesillas. Coincidiendo con la Díada catalana y con el funesto aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas, se sigue celebrando en aquel lugar una de las mayores aberraciones contra un ser vivo que posiblemente exista en Europa: el toro de la Vega.
El pueblo de Tordesillas es un bello, histórico e importante municipio de Valladolid, donde no es difícil encontrar entre sus callejuelas y entre su Historia, el porqué de ese reducto de barbarie, de vergüenza nacional y de indigencia moral que supone el macabro torneo cuyo premio son los testículos y el rabo de un manso rumiante.
En Tordesillas, solo dos años después de que Colón descubriese el Nuevo Mundo, las dos principales potencias del orbe, Castilla y Portugal, se repartieron el mundo. Lo hicieron en base a los acuerdos del Tratado de Alcáçovas (1479) y a las conocidas como Bulas alejandrinas, claramente favorables a los reyes de Castilla, gracias la ayuda del conocido Papa Borgia que las promulgaba, pontífice cuyas depravaciones de todo tipo eran más conocidas que sus encíclicas.
Paseando por las angostas y sombrías calles de Tordesillas, todavía emociona imaginar tamaño acuerdo, cuya importancia y vigencia duró hasta bien entrado el siglo XVIII, y que se debió, entre otras, más que al fanatismo de los Reyes Católicos y a Juan II de Portugal, a la pericia de unos pocos diplomáticos capaces y a la ayuda de cartógrafos ilustres como Juan de la Cosa y Luis Teixeira, que establecieron la conocida como línea de Tordesillas.
Muy poco antes de aquel pacto había nacido en Toledo la que sería la habitante más ilustre de la villa vallisoletana, Juana I de Castilla, la reina loca, que trastornada de celos y amor por su esposo Felipe, El Hermoso, debido a las infidelidades constantes y a su reciente y temprana muerte, fue recluida por su maquiavélico padre en un palacio-cárcel de Tordesillas, donde murió casi cincuenta años después. Allí, en la única compañía de su hija Catalina, enlutada de pies a cabeza, sufrió todo tipo de maltrato y humillaciones físicas y psicológicas por parte de sus carceleros, con tal de que Castilla no supiese de su existencia. A pesar de que era la madre del hombre más poderoso que había habido nunca sobre la tierra, el emperador Carlos I de España y V de Alemania.
También en Tordesillas vino al mundo uno de los primeros personajes que trascendió por haberse lucrado con estafas financieras, el Privado de Felipe III, Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma. Además de corrupto y avaro, el famoso Valido fue un gran defensor y promotor de espectáculos sangrientos con animales, fundamentalmente bóvidos, que eran la afición favorita de su jefe, el tercer Felipe. Cuentan que al monarca gustaba de ver despeñarse por el Campo del Moro, desde el Alcázar de Madrid, a toros acuchillados y alanceados que, atemorizados y doloridos buscaban por donde huir. Al toro se le mostraba una puerta falsa y caía despeñado, quedando desparramado y con las vísceras por fuera, para goce del populacho y sus caprichosos aristócratas.
Pero entonces, en el siglo XVI, no éramos los españoles los únicos en Europa que disfrutábamos con este tipo de espectáculos que, por desgracia, algunas siguen en activo como la del toro de la Vega. La chusma, la plebe y la nobleza siempre, desde tiempos inmemoriales, han gozado con la crueldad y los espectáculos sangrientos. Desde la antigua Roma y sus luchas de gladiadores, sus circos de esclavos devorados por fieras hasta las peleas de gallos, perros, caballos y, cómo no, las corridas de toros. Éstas últimas, por cierto, introducidas y reguladas en España tal y como las conocemos, desde principios del siglo XIX. No desde la Edad Media como cree la mayoría. Fue Fernando Séptimo el que, a la vez que reinstauró la Inquisición y destruyó la Pepa en mil pedazos, el que puso de moda el actual toreo a pie. Y sólo la Ilustración, la que apenas se dejó ver por España, pudo acabar con espectáculos del estilo al de Tordesillas (y con las corridas de toros) en Inglaterra y Francia hace casi doscientos años.
Se habla de tradición (¿no lo era el Santo Oficio y lo es el burka?) para justificar el maltrato animal, y clama al cielo que las administraciones públicas potencien que una concurrencia ebria, rebosante de mala baba y testosterona masacre a cuchillazos a un indefenso rumiante que lo único que quiere es huir y seguir pastando en el campo.
Solo con anteojeras ideológicas o sociales podemos dejar de admitir algunas cosas. Que el toro sufre igual que cualquier mamífero, incluidos nosotros, que estamos a años luz de Europa en muchísimos sentidos, y que la España Negra que pintó Goya sigue coleando en demasía. Y no solo en Tordesillas.
Aunque el optimismo en general se compre caro hoy día, me queda aferrarme a lo que, en palabras del profesor Jesús Mosterín, será el triunfo de la compasión, y cómo no, coincidir con el escritor Sánchez Ferlosio, quien en un reciente artículo de El País ya dijo que no se trata solo del sufrimiento de los animales, sino de la vergüenza de los hombres.