Raúl Solís | Javier tiene 27 años. Nació en un pueblo muy pueblo de la campiña cordobesa. De pequeño, oír a su padre gritar “maricón” le hacía esconderse en la habitación. Su padre no lo besó nunca porque besarse entre hombres no era cosa de machos. De casa huía despavorido al colegio en busca de paz. En el colegio también se escondía en la parroquia para no escuchar “maricón”. Se miraba en el espejo y nunca se visualizaba como maricón. Negó su homoafectividad. Casi enloquece negándose. Vivió la infancia de su pueblo, de su padre, de su colegio, de sus amigos, de su abuela. Intentó ser heterosexual pero no lo consiguió.
Con 18 años se escapó un fin de semana de su pueblo. Llegó a Sevilla y conoció los bares de ambiente de la ciudad. Cambió el color negro por el rosa. Se sintió libre al comprobar que no era un bicho raro. Que había más hombres y mujeres que sentían atracción sexual y emocional por personas de su mismo sexo. Abandonó el último curso de bachillerato y marchó a una capital europea. Sin saber hablar ningún idioma. Casi sin dinero. Con escamas en el alma y sabiendo que era injusto marchar de tu vida para vivir tu vida.
Javier perseguía el anonimato. Pudo ser invisible. Amó a otros hombres tanto como nunca lo amaron a él. Sigue viviendo en una gran urbe europea. Sin arraigo. Casi sin identidad. Sin noticias de su pueblo ni de su familia consanguínea. Le asusta la idea de volver a su pueblo y oír de nuevo “maricón”. Conquista la libertad cada día. Con cada beso que le da a su novio sabe que está ejerciendo su vida. Cada beso es un gesto épico con el que saborea su libertad.
Candela fue inscrita en el Registro Civil con el nombre de Francisco. Fue disfrazada de niño y educada para ser un excelente esposo. Siempre supo que era Candela. No respondía al nombre de Francisco porque no se correspondía con su género. Su sexo estaba en su mente, no en sus genitales. Su padre le daba miedo. Mucho miedo. Era seguidor de los ismos: franquismo, catolicismo, alcoholismo, machismo. El padre de Candela era un alto funcionario de la administración franquista que se jactaba de la cantidad de palizas que dio a los maricones. Candela se enamoró de Paula.
Interpretó el guión escrito por su padre. Candela se enamoró de los senos de Paula. De su perfecto cuerpo femenino. De sus zapatos. De sus bolsos. De su vestuario. De su voz. De su pelo largo y rizado. De su elegancia. De su feminidad. Candela se enamoró de Candela a través de los ojos de Francisco.
Candela odiaba su copioso vello corporal. Su nuez. Su voz grave. Su masa muscular. Escondía su pene con gasas, le daba asco. Detestaba la vida de su padre y amaba la suya. Amaba a la Candela que se imaginaba Francisco con la luz de su habitación apagada. El funcionario franquista murió y Candela no fue al entierro. Aprovechó la soledad de la casa para vestirse como se visten las mujeres. Festejó la muerte de Francisco y el nacimiento de Candela.
Cruzó el Estrecho de Gibraltar a buscar hormonas para adaptar su físico a su mente y a su alma. En Casablanca le implantaron los senos que admiraba de Paula. Con la derogación de la Ley de Vagos y Maleantes, Candela caminaba segura sin olvidar las palizas que padeció hasta conseguir ser Candela. Transformó su dolor en compromiso para que ninguna persona transexual tuviera que negar su verdadero yo ni tapar sus genitales con gasas.
Jeanne es camerunesa. Abogada. Bilingüe. Vive en un barrio acomodado de Yaundé. Es heteroseuxal. Mientras que su país siga encarcelando a homosexuales y transexuales, su vida no será cómoda. Fundó una asociación sin ánimo de lucro para defender a los presos condenados por una ley que encarcela el amor. Viaja por el mundo para denunciar que los funcionarios de prisiones dejan sin alimentar a los gais porque “los sidosos van a morir más tarde o más temprano”. Ella y su familia viven amenazadas por fundamentalistas religiosos. Ha sido acusada de traición a la patria por aceptar subvenciones de la Unión Europea para defender a presos de amor. Sus hijos emigraron a Estados Unidos porque se cansaron de la presión. A cambio, es la madre de todos los parias de Camerún y no ha aceptado la coacción. Morirá siendo abogada de la justicia.
Julio nació en Honduras. Fundó una ONG para velar por los derechos humanos de homosexuales y transexuales. Marchó de su pueblito a Tegucigalpa con apenas nueve añitos. Su familia se avergonzaba de su amaneramiento y lo expulsó siendo menor de edad. En la capital hondureña fue violado por hombres de ley. Mendigó. Limpió parabrisas en los semáforos. Se prostituyó a cambio de un plato de arroz. Creció sin familia y con miedo, mucho miedo. Maquilló el miedo y la inocencia para sobrevivir. Transformó las humillaciones en compromiso para que ningún homosexual hondureño fuera condenado a la mendicidad.
Cuando estalló el golpe de Estado de Roberto Micheletti, lo llamaron de una ONG española para advertirle de que estaba en el punto de mira de las bandas ultraderechistas afines al golpista. Le invitaron a pedir asilo. Se negó. Consiguió estudiar y obtener un trabajo más digno que los semáforos. No quería huir de su milagro. Una noche, de vuelta a casa, tras salir de trabajar, lo siguieron cincos hombres armados con palos de béisbol. Lo montaron en un coche y lo llevaron a un descampado. Le golpearon el alma y la vida.
Despertó del coma veinte días después. En la habitación del hospital le acompañaba Triana, una andaluza guardiana de la dignidad e integridad de Julio. Triana le insistió que tenía que marchar a España. Que su vida corría peligro. Ricardo montó en un vuelo con destino Madrid a regañadientes. No se despidió de la familia que no tenía. Ni de sus amigos. Sólo de Triana y el personal médico. Besó el suelo de su patria. Su yo interno le decía que nunca más volvería.
Vive en la Sierra Norte sevillana. Sortea la vida cuidando ancianos. Su sueldo rara vez supera los 600 euros al mes. No logró enamorarse. Tampoco olvida el festival de golpes que padeció. Ni la familia que nunca tuvo. Ni a su Honduras. Ni el semáforo donde se ganó la niñez. Ni el día que triunfó el golpe de Estado. Ni la impotencia de perder la democracia. De haber sido heterosexual, su vida hubiera sido más vida y su destino más cierto.
Ninguno de estos nombres son reales. Existen sus historias. Su pasiones. Sus humillaciones. Su lucha. Su sentimiento de parias. Sus vidas no salen en televisión. No ocuparán la primera plaza de ninguna carroza el Día del Orgullo LGTB. Sus vidas están marcadas por la violencia que ejercen la homofobia y la transfobia. Hoy conmemoran el Día Internacional contra la Homofobia y Transfobia para que ningún ser humano sea apaleado, expulsado, asesinado, encarcelado, insultado, violado o silenciado porque su amor y cuerpos se escapan de los controles de la homofobia y transfobia. Javier, Candela, Jeanne y Julio quieren ser, estar, vivir y amar en libertad.