Pedro Vaquero / En las elecciones locales de 1979 el PCE promocionó un feliz slogan que rezaba: “Quita un cacique, pon un alcalde”. No todo se hizo mal en la transición. Partíamos de los alcaldes elegidos a dedo por el franquismo y en esas elecciones los ayuntamientos empezaron a estar gobernados por personas elegidas por el pueblo en unas elecciones democráticas. 35 años después Rajoy quiere recorrer el camino inverso proponiéndose imponer una reforma de la Ley Electoral y de la Administración Local mediante la que se establezca la obligación de que el alcalde de cualquier municipio sea el candidato del partido más votado.
Partimos de una afirmación: es un clamor que se cambie la ley electoral. Pero tras este clamor, se ocultan dos intenciones justamente contrarias:
a) el sistema, -la casta como ahora se llama-, pretende aprovechar ese clamor para reducir la representatividad democrática, el pluralismo social y político, haciendo más inútiles los votos a los partidos o candidatos minoritarios, concentrando las opciones de gobierno (que no de poder: el poder debe seguir en manos de la oligaquía político-financiera) en los partidos mayoritarios, en el bipartidismo, PSOE y PP, ambos cooptados por ese poder en la sombra que son los que realmente mandan en la geopolítica mundial desglobalizada, en la economía, que al fin de cuentas es lo que interesa;
b) los de abajo, los trabajadores y sus sindicatos de clase, las mareas, las candidaturas de “Ganemos”, IU y otros partidos hasta ahora minoritarios, los que no se resignan, pretenden ampliar la democracia formal y hacerla más participativa, para lo que se necesita que la reforma de la ley electoral acabe con la Ley D’Hont, para que cada voto valga lo mismo en Sevilla que en Ávila, tanto si se le da al PP como si se le da a la última coalición de amiguetes, y así la designación de electos sea directamente proporcional al número de votos obtenido por cada fuerza política que se presente.
Por supuesto que la propuesta de Rajoy de cambio en la ley electoral se inscribe en la primera intención. Nadie cambia las cosas para perjudicarse. Al menos en la política cínica y desvergonzada en que vivimos.
De lo que se conoce, el PP deambula entre dos opciones: 1. La primera, la más simple, es que sea alcalde el candidato más votado. Se enmascara con la consigna de “elección directa del alcalde”. Pero en realidad no se trata de votar a quienes los ciudadanos prefieran, sino a quienes los partidos hayan puesto el primero de la lista. Matiz importante. En todo caso, obviamente esta propuesta es tan burda, tan injusta, tan poco democrática, que en realidad no es más que un globo sonda, una especie de amenaza para lograr el consenso en torno a una “síntesis” en la segunda propuesta; 2. La segunda propuesta es la eleccion a dos vueltas: la reforma electoral que decidirá la asignación de votos en los 8.116 ayuntamientos españoles otorgará la vara de alcalde de un municipio a la lista que logre un 40% de apoyo y saque al menos cinco puntos al segundo partido. De no obtener ese porcentaje, se celebraría una segunda vuelta, en que se enfrentarían los dos candidatos más votados. Eso es lo que suena en el entorno del PP.
Esta segunda opción es más digerible por el bipartidismo, pues si respecto de la primera opción el PSOE ya ha anunciado su oposicion, la segunda es una tentación en la que puede picar sin ningún escrúpulo. Objetivamente, también le interesa. Al menos según sus cálculos de avance electoral gracias a la esperada caída del PP.
En ambos supuestos, vuelve el cacique con apariencia democrática. Porque aunque sea aparentemente más democrático que quien saque más votos sea el alcalde, no lo es en absoluto. E incluso si la elección se hace a dos vueltas, estaremos ante una reducción drástica del pluralismo, que se asienta sobre la igualdad de oportunidades de todos los candidatos y partidos. En esta segunda opción, sólo los dos primeros tendrían alguna opción, y los minoritarios, o renuncian a postular sus candidatos y programas, o se pliegan a otorgar la confianza a uno de los dos primeros, según sus preferencias ideologicas o intereses partidistas (por supuesto rebozados de “servicio a los intereses de la mayoria social”).
Suele suceder que el porcentaje de electores de la segunda vuelta es menor que en la primera, pues los votantes de los partidos minoritarios simplemente quedan apeados de la participación electoral, disuadidos, frustrados por la inutilidad de su voto. El consuelo del “mal menor” no es sino un simple sucedáneo de participación democrática. Con cualquiera de las dos fórmulas, la participación democrática no se amplia sino que se reduce.
Primero, porque esta reforma local asienta el presidencialismo. Hasta ahora los votos depositados en las urnas no se dan a un solo candidato, el primero o la primera de la lista, sino a un colectivo de al menos el número de concejales a elegir más algunos suplentes más; ni se vota a las personas concretas que se presentan en las listas de los partidos, sino a estos; y aunque la simplificación de la opinión pública, fomentada por unos medios de comunicación interesados en hacer de la vida una pasarela de “protagonistas”, tienda a personificar la política y convertirla en el reality show de alcaldables, nuestro sistema electoral no es presidencialista, sino partidario, y debe seguir siéndolo (aunque rectificándolo); es decir, que se prima la idea de que un alcalde es un primus inter pares, y su voluntad personal es una más entre otras muchas. Al menos las de los concejales. Porque después de votar hay que gobernar los ayuntamientos durante al menos cuatro años. Y si lo que los ciudadanos votan es a una persona y ya está, ésta se sentirá legitimada para hacer su santa voluntad. Que es lo que pasa cuando no existe una democracia verdaderamente participativa, por ejemplo cuando existe mayoría absoluta, o cuando la última voluntad la tiene una estructura piramidal cerrada dentro del partido que gobierna.
Segundo, porque esta reforma local propicia gobernar contra la mayoría. Con este sistema un alcalde votado por un 40% de los ciudadanos (en primera vuelta, que es la que vale democráticamente hablando) podría gobernar obligatoriamente por ley frente al voto del 60% de los ciudadanos que no solo no le han votado, sino que han votado a otros candidatos (aunque cada uno por separado sacara menos votos), o incluso han elegido a otro candidato precisamente para que el candidato o partido que finalmente sacó más votos, no gobernara. El candidato más votado, si no saca mayoría absoluta (50% más uno) gobernará contra la mayoría.
Tercero, porque esta reforma local crea más inestabilidad Los partidarios de esta forma presidencialista de elegir al alcalde suelen argumentar lo contrario: cuando el alcalde es elegido “en los despachos” (o sea, entre dos o más fuerzas políticas que se ponen de acuerdo para gobernar no solo con un alcalde a la cabeza, sino con un programa común de acción municipal pactado) se crea la inestabilidad permanente del “bipartito” o “tripartito” (la complicidad entre la oposición y determinados grupos de presión procuran y consiguen dotar a esta denominación de connotaciones negativas); pero sucede justo lo contrario: por definición, el alcalde y el equipo de gobierno pactados “en los despachos” conjuran el peligro de gobernar de espaldas o contra la mayoría, generando una mayoría más estable que esté al menos compuesta por el respaldo del 50% más uno de los votos. Claro que a lo largo del mandato de cuatro años pueden sobrevenir desavenencias entre los partidos coaligados. Pero también entre los miembros de las mayorías absolutas surgen problemas que pueden llegar a paralizar la actividad municipal en detrimento del interés general o particular de los ciudadanos.
Cuarto, porque esta reforma local es una maniobra para que gobierne el partido único de la derecha. En realidad la propuesta surge pocos meses antes de unas elecciones municipales y autonómicas que se celebrarán en mayo de 2015 y en las que se prevé que el PP vaya a perder las mayorías absolutas con las que ha gobernado a su antojo en la mayoría de las principales ciudades (40 de las 52 capitales de provincia) y en casi todas las comunidades autónomas de España, privatizando el agua, la recogida de residuos, los servicios municipales y recortando el gasto municipal y autonómico de la sanidad, la educación, la dependencia, los servicios sociales, etc. Incluso la Unión Europea ha desautorizado que se cambien las reglas del juego democrático a menos de un año de celebrarse las elecciones.
Javier Arenas, a la sazón responsable de las Administraciones Públicas dentro del PP, ha presentado la idea con una cara de satisfacción no suficientemente bien disimulada: no en vano, cuando ya se veía presidente de la Junta de Andalucía, un pacto entre PSOE-A e IULV-CA le condenó a ser de nuevo oposición, poniendo en peligro su futuro político dentro y fuera del PP. Coalición que, por cierto, no sólo no ha generado inestabilidad, sino que la está garantizando con solvencia. Pura anécdota lo de Arenas. Pero a veces las anécdotas, las pequeñas historietas, pujan con fuerza en la creación de instituciones, categorías o meras iniciativas políticas de largo alcance. Y el PP tiene una espina clavada con Andalucía.
La cuestión está ahora en si habrá consenso con el PSOE o no para hacer esta reforma electoral. Hasta el momento en que escribo esto no lo hay. Pero hay dos razones que me inclinan a pensar que el PSOE no está por la labor de ponerle demasiadas trabas a esta reforma local de Rajoy:
a) En el fondo esta propuesta favorece no sólo al PP, sino al bipartidismo en general. El proyecto del PSOE es volver a ser alternativa de gobierno lo antes posible aprovechando el descontento popular contra el PP que está creando su salida neoliberal a la crisis-estafa. Don Benito Pérez Galdós, en “La fe nacional y otros escritos sobre España”, Ed.Rey Lear, Madrid, 2013, dejó escrito: “Los dos partidos (bipartidismo, añado)que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar del presupuesto”. “Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se haya. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica (…). Han de pasar años, tal vez lustros, antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis ética, sea sustituido por otro”. Salvadas las distancias que haya que salvar, me quedo con lo de la ineficaz burocracia, el caciquismo, el enchufismo y la corrupción, la tuberculosis ética. O si se prefiere aggiornizar a don Benito, el ébola moral.
b) La propuesta se enmarca en una propuesta de Rajoy a Pedro Sánchez para sentarse en septiembre a dialogar medidas de regeneración democrática. Mal presagio. Pues las contrapropuestas hasta ahora conocidas del nuevo flamante secretario general del PSOE son muy masticables por un PP cuya directriz fundamental es poner la economía en manos de tecnócratas, para que no se separen ni un ápice de la estrategia de ajuste del déficit fiscal impuesta por la troika (Merkel, Draghi y Lagarde, esto es, UE-BCE-FMI).
Frente a todo este panorama, los de abajo tenemos una sola receta: participación y unidad por la base, acuerdos por las alturas (que no deben elevarse demasiado), empoderamiento de las energías populares hacia la búsqueda de ganar el gobierno para arrebatar el poder a los poderosos y ponerlo al servicio de los intereses de los que más necesitan lo público.
“Ganemos” es una buena fórmula si se practica sin narcisismo, con generosidad, con perspectiva histórica hacia el futuro, pero también hacia el presente e incluso el pasado.
Pero esa es otra historia…