Desde el comienzo de la crisis hemos afirmado que se trataba de una crisis multifuncional del sistema cuya manifestación más visible ha sido la financiera aunque, en primer lugar, era una crisis política porque ha sido la incapacidad del subsistema político para preverla lo que ha permitido que se precipitara con esta inusitada violencia y celeridad.
Hemos reiterado nuestro convencimiento de que su causa está en la propia naturaleza del sistema capitalista globalizado que se ha ido configurando sobre la irrealidad de la negación práctica de la existencia de límites internos y externos y sobre la proyección de una reconstrucción social de la realidad en la que ha difuminado la percepción colectiva del espacio y el tiempo para exacerbar el consumo, ocultar las relaciones de poder y aumentar la tolerancia frente a las desigualdades.
Una de las consecuencias de esta ficción ha sido la desarticulación de los elementos básicos de cualquier sistema social: desconexión entre economía y naturaleza, entre individuo y sociedad; entre economía productiva y financiera; entre territorio, cultura y economía. Otra consecuencia ha sido que la función política se ha contraído a la gestión de la representatividad y ha debilitado sus funciones de liderazgo y mediación al estar basada en la existencia de una polaridad de aparatos gestores que comparten la defensa del sistema aunque se disputen periódicamente el poder.
La evolución de la socialdemocracia, a partir del ciclo de revueltas y resistencias del 68, desde posiciones reformistas hasta la aceptación plena del sistema y el derrumbe del llamado socialismo real, han hecho posible, por su hegemonía, que la izquierda y la derecha se identificaran exclusivamente con una opción socialdemócrata y una opción liberal – conservadora ya que para gestionar la representatividad, en el contexto hiperrealista, lo más eficiente ha sido la existencia de dos opciones políticas que evocan y sintetizan enfrentamientos pasados pero que hoy aceptan por completo el paradigma del capitalismo globalizado. Esta situación llevó a Fukiyama a proclamar el fin de la historia, es decir, el triunfo definitivo de un solo paradigma, aunque el electorado debía percibir sin embargo su antagonismo electoral.
La actual crisis (o mejor mutación) está teniendo consecuencias muy importante en el campo de la política: ha provocado, de una parte, el desvelamiento de la falta de diferencias reales entre la derecha y la izquierda ya que ambas han reaccionado ante la crisis de la misma forma, pidiendo la intervención del Estado y proporcionando las mismas medidas de apoyos multimillonarios a la banca, todo ello sin el menor debate; por otro, ha mostrado la incapacidad de ambos para comprender lo que está sucediendo. Como resaltaba recientemente Jean Daniel en una entrevista en El País, lo más novedoso es que se han perdido los instrumentos de previsión: “Hemos perdido los instrumentos de previsión y nos faltan paradigmas.”. El liderazgo político se ha desvanecido envuelto en la niebla de la crisis y los líderes tanto de la izquierda como de la derecha balbucean excusas sobre la complejidad, la falta de un GPS o realizan previsiones ridículas sobre el final de la crisis que van alargando sin rubor en la siguiente intervención pública. Ellos han sido los conductores nominales y es lógico que busquen las disfunciones dentro del sistema aunque cada vez se percibe con mayor intensidad que la causa está en el propio sistema de producción, distribución, consumo, concepción del territorio y relaciones de poder. Insostenible, injusto, inhumano e irracional.
Intentan desesperadamente decir que esta crisis es cíclica y que, al igual que la del 73 fue provocada por un exceso de “socialdemocracia”, esta ha sido provocada por un exceso de “liberalismo”. Sin embargo, lo que ha provocado esta situación no ha sido un desajuste coyuntural por más o menos intervención; lo que ha entrado en crisis ha sido el paradigma, lo que incluye a sus dos componentes políticos estructurales. No se trata de una crisis sólo del liberalismo, si me apuran diré que peor lo tiene la socialdemocracia que con el enemigo abatido es incapaz de ejercer algún liderazgo social.
La izquierda y la derecha son hoy conceptos vacíos en relación a sus orígenes porque son complementarios y necesarios para el sistema aunque se transmitan como opuestos e incluso incompatibles para el electorado. La complementariedad se basa en la existencia de débiles diferencias funcionales que se agrupan en torno a tres ejes: mayor énfasis en las políticas económicas desde el lado de la oferta o desde el lado de la demanda; defensa de los derechos de grupos identitarios o de los valores conservadores y sobre todo utilización de elementos emotivos y simbólicos diferenciadores.
Este teatralización de la política basada en las coincidencias de contenidos y en la representación de diferencias en el espectáculo mediático, buscando enfrentamientos de fuerte base emotiva pero que no cuestionaran las estructuras de poder, ha provocado una democracia de baja calidad y ha constituido un factor más para alejar a la ciudadanía de las prácticas colectivas y en particular de la participación política en sentido amplio.
La izquierda y la derecha son hoy categorías que nombran realidades desaparecidas (el enfrentamiento de clases en la sociedad industrial) pero que son utilizadas como marcas para provocar la competencia electoral. Esto provoca una gran complejidad porque se ha troceado la percepción de la dicotomía izquierda y derecha en el imaginario colectivo: desde la identificación con estructuras morales o con modelos de sociedad hasta su banal diferenciación como gestores de la representatividad. Una prueba de este artificio es la desvinculación de cualquier basa social específica, su falta absoluta de correlación con la estructura de clases, tal como se evidencia en las encuestas del CIS.